Con su permiso, le voy a contar una historia que todavía los más veteranos comerciantes del pueblo cuentan a sus aprendices, el relato de un astuto mercader que llegó hace unos años a la aldea.
El sol salía entre las montañas mientras un pequeño y robusto hombre permanecía alegremente sentado sobre su caravana. Sobre su hombro derecho reposaba con los ojos cerrados un minúsculo aguilucho no más grande que un gato, a decir verdad, parecía un adorno de las pieles con las que iba vestido el anciano, sus bueyes conocían perfectamente el camino, por lo que no precisaron ninguna orden para llegar a la puerta de aquella humilde aldea habitada únicamente por campesinos y astutos vendedores, que aprovechaban el paso de caravanas tales como las de nuestro protagonista para llenar sus bolsillos.
El hombre detuvo la caravana a unos pocos metros de la entrada, prefería recorrer los curiosos puestos a pie. Fue mirando uno a uno con cautela, aunque haciendo parecer a los vendedores que simplemente se trataba de una especie de vagabundo que ojeaba sus pertenencias. Cansado de no encontrar nada de su agrado, el anciano se giró hacia su aguilucho y le susurró unas palabras que nadie podría entender, el animal abrió sus pequeños ojos que ahora parecían enormes sartenes y revoloteó rápidamente hacia las nubes para permanecer flotando en el aire buscando lo que su amo requería.
Antes del mediodía el aguilucho ya había vuelto con su amo, y ambos se dirigían rápidamente al objeto anhelado. Pararon unos metros antes al ver que el vendedor parecía ser un verdadero matón de poca monta, pero con muy mala leche, eso sí. Se trataba de un enorme y maloliente gordo con una cabeza curiosamente parecida a la de un jabato, enana en comparación con su enorme barriga.
El viejo se acercó pensativo al gigante y le ofreció una pequeña suma de monedas por el objeto. Reacio a tal mera recompensa el jabato prefirió reírse del anciano e insultarle, "Pobre y viejo" le gritaba y mientras sonreía. El anciano sin inmutarse, se dio la vuelta y fue hablando con uno a uno con muchos campesinos que frecuentaban los puestos hasta conseguir una multitud suficiente para llenar la tienducha del jabalí. En poco tiempo el puesto del gigante se llenó de gente preguntando precios a diestro y siniestro, sin dejarle a penas responder y tratando atosigarle lo máximo que podían. Entre toda esa multitud apareció el anciano haciéndose hueco con una bolsa de cuero.
Nuestro protagonista simplemente le mostró la bolsa al gordo entre tanto barullo y señaló el preciado anillo, el jabalí agobiado por tanta clientela y con los ojos como platos al ver la bolsa que le presentaba el ahora amable señor, rápidamente le dio el anillo y tomó la bolsa, ansioso por el dinero que podría haber en ella y por la fortuna que iba a ganar con tanta gente.
El anciano metió el anillo en su bolsillo y se fue a paso ligero lejos del puesto. Para cuando el enorme y maleducado vendedor gordo se dio cuenta del engaño, el astuto viejete ya estaba rumbo a casa en su caravana atravesando las montañas, satisfecho de haber conseguido un anillo tan lujoso a cambio de tan sólo una bolsa llena de pequeñas piedrecitas recogidas pacientemente por el camino.
Así es, el gordo en su agobio no se había preocupado por ver el interior de la bolsa lo que le ofrecía, ¡la prisa y la avaricia le hizo pensar que era una bolsa llena de oro! ¡Eso por reírse del viejo!.

No hay comentarios:
Publicar un comentario