domingo, 20 de mayo de 2012

El desierto de Tel Ayas


Desde hace unos años se oye una curiosa historia en todas las tabernas de la ciudad, solamente unos pocos fantasiosos ignorantes se las creen, pero bueno, ¿Has sido tu el que ha querido la historia no?

Las gentes cuentan que en lo más profundo del desierto que nos separa del mar del norte, una mujer de avanzada edad, que no anciana, cultivaba con afán numerosas hierbas, de todos los tipos que te puedas imaginar. 

Si, si, ya sé que en los desiertos no hay agua, pero no le saquemos pegas a la historia, ¿De acuerdo?, sigamos.



Como todos los días, la mujer, con su larga melena morena recogida en una coleta que le llegaba casi a la cintura, se despertó una mañana a comprobar el estado de sus hierbajos. Cuál fue su sorpresa cuando, a lo lejos, divisó una figura vagando por las eternas dunas que rodeaban su pequeño huerto.

Sin pensarlo dos veces se apresuró a llevar agua para aquella figura, no era la primera vez que llegaba algún personaje perdido a su humilde oasis, siempre la misma historia, se emborrachan ¡Y luego no saben donde acaban!.

Aquel joven bebía como si le fuera la vida en ello, en cierto sentido así era, parecía llevar semanas caminando por la arena. La mujer se sorprendió ligeramente al ver que no se trataba de un habitante del desierto, ya que su piel era demasiado pálido para ello, además eran extrañas las enormes manchas marrones que recorrían la cara del chaval, que debía rondar los veinte años de edad.

Se acomodó como pudo en la caseta de la señora y reposó largas horas, no sin antes matizar: "No dejes que me lleven...".
La mujer había visto todo lo que se puede ver en una vida, y sus palabras a penas le sacaron un bostezo, pues era una mujer fría como la escarcha, a pesar de estar en el desierto más caluroso conocido.

Mientras el hombre se recuperaba tendido en unas alfombras, la señora con su larga coleta recogía una a una las hierbas que le parecían propicias para sus quehaceres, sin preocuparse a penas por el chico, sabía que lo único que se necesitaba en ese desierto para sobrevivir era agua, y ya se lo había ofrecido, así que se recuperaría.

No alcanzó a llegar la noche cuando aparecieron en el horizonte dos figuras montadas a caballo, seguidas de una pequeña carreta  que portaba una férrea jaula.

Llegaron al pequeño oasis y preguntaron por el chico, era necesario que si estaba con él se lo entregara, ya que era muy peligroso aún desarmado. 

-Siento no poder ayudarles, pero hace meses que nadie pasa por aquí.

-Llevamos varios días recorriendo el desierto en su búsqueda sin éxito, y como bien sabrás, ¡Hay pocos escondrijos en este inmenso mar de calor!. - Dijo uno de los caballeros mientras desmontaba.

-Habrá muerto en alguna tormenta de arena...- Susurraba mientras jugaba con su oscura coleta.

-Mira ahí dentro, veamos que tiene.

En unos segundos el guerrero entró en la caseta y sacó al chaval agarrándole del pelo.

-Ya le tenemos, gracias por su colaboración.- Agradeció mientras lanzaba al chico dentro de la jaula.

-Esperamos no haberle molestado demasiado, que pase una buena noche. - Dijo sonriendo el segundo de los caballeros mientras se marchaban.

El sol ya se estaba ocultando en el horizonte y la mujer se limitó a mirar pensativa el carruaje mientras este recorría las dunas a lo lejos, cuando de repente, sucedió algo totalmente inesperado.

La mujer vio como "algo" salía de la jaula y se abalanzaba contra los valientes pero indefensos guerreros. La mujer sonreía levemente mientras contemplaba la carnicería, hacía algún tiempo que no veía nada parecido.

jueves, 10 de mayo de 2012

El vendedor vendido



Con su permiso, le voy a contar una historia que todavía los más veteranos comerciantes del pueblo cuentan a sus aprendices, el relato de un astuto mercader que llegó hace unos años a la aldea.



El sol salía entre las montañas mientras un pequeño y robusto hombre permanecía alegremente sentado sobre su caravana. Sobre su hombro derecho reposaba con los ojos cerrados un minúsculo aguilucho no más grande que un gato, a decir verdad, parecía un adorno de las pieles con las que iba vestido el anciano, sus bueyes conocían perfectamente el camino, por lo que no precisaron ninguna orden para llegar a la puerta de aquella humilde aldea habitada únicamente por campesinos y astutos vendedores, que aprovechaban el paso de caravanas tales como las de nuestro protagonista para llenar sus bolsillos.

El hombre detuvo la caravana a unos pocos metros de la entrada, prefería recorrer los curiosos puestos a pie. Fue mirando uno a uno con cautela, aunque haciendo parecer a los vendedores que simplemente se trataba de una especie de vagabundo que ojeaba sus pertenencias. Cansado de no encontrar nada de su agrado, el anciano se giró hacia su aguilucho y le susurró unas palabras que nadie podría entender, el animal abrió sus pequeños ojos que ahora parecían enormes sartenes y revoloteó rápidamente hacia las nubes para permanecer flotando en el aire buscando lo que su amo requería.

Antes del mediodía el aguilucho ya había vuelto con su amo, y ambos se dirigían rápidamente al objeto anhelado. Pararon unos metros antes al ver que el vendedor parecía ser un verdadero matón de poca monta, pero con muy mala leche, eso sí. Se trataba de un enorme y maloliente gordo con una cabeza curiosamente parecida a la de un jabato, enana en comparación con su enorme barriga.

El viejo se acercó pensativo al gigante y le ofreció una pequeña suma de monedas por el objeto. Reacio a tal mera recompensa el jabato prefirió reírse del anciano e insultarle, "Pobre y viejo" le gritaba y mientras sonreía. El anciano sin inmutarse, se dio la vuelta y fue hablando con uno a uno con muchos campesinos que frecuentaban los puestos hasta conseguir una multitud suficiente para llenar la tienducha del jabalí. En poco tiempo el puesto del gigante se llenó de gente preguntando precios a diestro y siniestro, sin dejarle a penas responder y tratando atosigarle lo máximo que podían. Entre toda esa multitud apareció el anciano haciéndose hueco con una bolsa de cuero.

Nuestro protagonista simplemente le mostró la bolsa al gordo entre tanto barullo y señaló el preciado anillo, el jabalí agobiado por tanta clientela y con los ojos como platos al ver la bolsa que le presentaba el ahora amable señor, rápidamente le dio el anillo y tomó la bolsa, ansioso por el dinero que podría haber en ella y por la fortuna que iba a ganar con tanta gente.

El anciano metió el anillo en su bolsillo y se fue a paso ligero lejos del puesto. Para cuando el enorme y maleducado vendedor gordo se dio cuenta del engaño, el astuto viejete ya estaba rumbo a casa en su caravana atravesando las montañas, satisfecho de haber conseguido un anillo tan lujoso a cambio de tan sólo una bolsa llena de pequeñas piedrecitas recogidas pacientemente por el camino. 

Así es, el gordo en su agobio no se había preocupado por ver el interior de la bolsa lo que le ofrecía, ¡la prisa y la avaricia le hizo pensar que era una bolsa llena de oro! ¡Eso por reírse del viejo!.